El último día del sol






XI

Por Gema

Me desperté sin reconocer con claridad qué me había quitado el sueño; si el olor a tabaco o el hecho que Francisco se levantara a recoger el periódico que diariamente tiraban frente a la puerta de la calle. Estaba recostado en la cama, leyendo la primera plana del diario y llevándose un cigarrillo a la boca. No era el usual malboro rojo, sino un lucky strike que seguramente había desenterrado del cajón de mi mesa de noche, repleto de apuntes y lapiceros. Algunas veces olvidaba comprarse la cajetilla del día siguiente, eso me obligaba a comprar cigarrillos  extra, saliendo de las clases de fotografía. Había una sola tienda que podía librarnos del mal de amanecer sin un par de pitadas antes del desayuno.
Todas las mañanas, antes de si quiera decir una palabra,  lo primero que él hacía era acomodarse en el respaldar de la cama, estirar su brazo hacia el velador, agarrar un cigarrillo y llevárselo a la boca. Creo que esa escena diaria solía causarme agrado, puede que ese fuera el motivo por el que empecé a fumar por las tardes, o tal vez por el simple deseo de sentirme cerca suyo. Era una especie de dependencia que cada vez dependía más de mi y del recuerdo de ese mismo recuerdo que su ser representaba en mi mente.
Los últimos amaneceres de verano parecían más fríos, más impasibles, a pesar de que esperaba con muchas ansias el otoño y lo prefería a cualquier otra época del año. Este era un frió  distinto, menos tolerable, más intenso, y con sinceridad nada tenía que ver el clima. De pronto, lo volví a descubrir a mi lado, leyendo sin ninguna expresión en el rostro, leyendo  y yo  junto a él , mirando el armario que hacía el lado de mi cama, tratando de entretenerme dentro del pensamiento mientras imaginaba su existencia más próxima al momento. Intentaba descifrar algo en su mente, de repente algo que tuviera que ver con nosotros y no con las muchas noticias que decoraban el periódico. Mi fuero rozaba un pasado que duraba más que el presente, vivía del revivir y no de lo que me tocaba en ese "hoy". Luego de un ida y vuelta a la memoria recordé que ese no había sido el primer día en el que volteaba a ver ese armario que ya conocía a la perfección, cada mañana encontraba un agujero más grande generado por las polillas. Inesperadamente todo se parecía más a una cuestión forzosa y no algo que hubiéramos decidido ambos.

Mis despertares no se diferenciaban de los de ayer, ni los despertares ni el resto del día; todo tenía un tiempo, casi imposible de alterar . Ya nunca pronunciaba una palabra al despertar, incluso pensaba que me estaba olvidando de hablar, de sonreír, de recoger el aire. Tenía el cuerpo cansado, cansado de cargar ese malestar dentro, un malestar que no se calmaba, que vivía angustioso del día siguiente, de cómo sería. Ya lo había intentado todo, pero creo que la falta de esa savia que me mantenía lúcida había copado cualquier pensamiento, empezaba a percibir que no solo era él, eran también las ganas de ser yo.t
Francisco se levantó de la cama casi ignorando mi existencia, solo me dedicó una media sonrisa y se metió al baño. Luego salió para vestirse con una camisa y un pantalón que descolgó de su closet. Recogió el saco que dejó en la silla la noche anterior y salió dejándome un "ya regreso". Mientras tanto, yo había abrazado mis piernas esperando a que terminara de alistarse, esperando la sentencia de repetir la historia con los mismos ánimos de ser al menos viento. Me levanté de la cama y camine hacia el baño, apoyé los brazos en el lavatorio para verme en el espejo aún empapado por el vapor del agua caliente de la ducha. A pesar de que a penas había cumplido los dieciocho años de edad, de repente ya no era yo y mi juventud parecía mas bien el recuerdo de los diecisiete. Estaba más delgada, pero todavía conservaba un rubor en las mejillas que me permitía recordar lo feliz que había sido, antes de darme cuenta que probablemente no lo era o empezaba a dejar de serlo.
Para alguien como yo que solía dudar tanto del amor casi hasta negarlo, esto se había convertido en la afirmación de que no existía tal sentimiento o que era algo momentáneo que acababa cuando una de las dos personas dejaba de sentirlo -si es que lo sentía -, luego la otra persona también dejaba de amar para sufrir y pensar que sigue amando. Resulta que Francisco era lo único que había sostenido mi vida ese último año, ni siquiera los estudios y todo lo que siempre estuvo en un primer lugar. Poco a poco entendí mi situación cuando me acordaba que no podía pasar una noche sin sentir el murmullo de su pecho, incluso cuando no me tocaba y yo solo hacía un esfuerzo por escucharlo. También cuando deseaba que me viera trabajar en el estudio y que me hablara de lo que estaba haciendo, de las fotografías que revelaba, o los días en los que me abrazaba mientras escuchábamos los viejos discos que guardábamos en el desván. ¿Cuántas veces más tendría que recordar lo que solía hacerme feliz?, ¿qué pasaría conmigo?, el amor o "amor" ya no sería más el por qué de mi existencia, y ya que, como yo no creía en el amor, ¿para qué lamentar lo que no existió?, yo no creo en eso y Francisco ha sido el punto de equilibrio en este existir. "Francisco, ya no hay nada y creo que el otoño ha empezado hoy".
XII

Por Francisco
El sonido de la puerta penetró mi espalda como una bala. Caminé algunas cuadras hasta llegar a la avenida principal, fue entonces cuando recordé de la manera más estúpida que no había sacado el carro. No regresé, consideré que sería mejor si caminaba hasta el malecón y pensaba sobré qué debía hacer ahora que le había dado el fin más desdichado a una etapa de mi vida, tal vez la última. 
La neblina había tomado por sorpresa las primeras horas del día domingo en el que la mayoría de los bañistas esperan el sofocante sol de la playa. La gente había decidido quedarse en casa y las calles hubieran declarado su completo abandono si no fuera por el tráfico que se ocasionaba gracias a la ridícula  cantidad de autos y buses que acostumbran pelearse por unos segundos del semáforo. Era un alivio que el sonido pareciese una leyenda lejana en la calle donde caminaba, así como la gente que se perdía en el espesor de la humedad. No he sido particularmente un antisocial, siempre he disfrutado de la compañía, incluso la de un extraño, ese día prefería andar solo, mas aún  porque mi mente se encontraba ajena a lo que ocurría al rededor. Hubiese sido incapaz de reconocer si alguien necesitaba ayuda, un accidente, un robo o incluso de dar una simple dirección, algo usual en mis caminatas. Mi cabeza no estaba ahí, aunque estoy seguro, mi rostro lo disimuló de la mejor manera.

No estaba seguro de nada, lo único que sabía era que no iba a volver a casa hasta que Gema se fuera, no soportaría verla irse y sabía que esta vez ella lo haría; ya había soportado demasiado. En esas tres semanas mis actos demostraron mi lado más indiferente, mi frialdad más descubierta; jamás había reconocido esa mirada con la que ella me había visto antes de salir de la habitación, aún me parece tenerla encima. No sabía cuándo estaría de vuelta en ese lugar que, tal vez en ese momento, ya no era el mismo. Ella lo significaba todo, pero ¿cómo iba a sacrificarla de la manera más egoísta?, ¿Por qué hacerle desperdiciar su juventud para cuidar a un hombre de casi sesenta años que se encontraba más cerca a la muerte que la muerte misma? 
He maldecido el momento en el que la conocí, he maldecido la calidez de su rostro,  la hermosura y los detalles imperfectos de su cuerpo, la intensidad de su mirada almendrada, el colorido de su risa, la inteligencia con la que soltaba cada respuesta. Sabía que era imposible vivir sin el aroma de su cuerpo apropiándose de cada espacio de la cama, del sonido de su risa por las tardes, de sus murmullos en secreto, de descubrir los lunares en su piel cobriza.  Era ella la razón por la que todavía no había muerto. Alejarla de mi lado era como suicidarme de la manera más sencilla, y prefería el suicidio que condenarla a ese calvario. 
Encendí un cigarrillo que encontré en el bolsillo de mi saco. El mar no parecía tan rebelde, las olas caían con lentitud y se esparcían con mucha discreción, haciendo apenas un sonido que pasaba a convertirse en un eco extenso, como la calma.  La olas repetían el acto y no habían pausas, todo resultaba sumamente sincronizado, todo seguía. 
La mañana se desvaneció como las cenizas que se desprendían del cigarrillo y las huellas del mar en la bordeando la arena. Me senté en una banca frente al malecón que estaba  humedecida por el clima y la brisa. Esta vez mi mente permanecía en blanco,  solo existía lo que mis ojos podían ver; imágenes sin significado que cambiaban de color por la luz del día, muchas imágenes que ya no podían ser reales, imágenes  en las que yo no podía asumir un papel. Unas cuantas personas pasaron delante mío, tal vez si se hubieran sentado sobre mí, no me hubiese dado cuenta; ya no estaba seguro de estar en el presente o de estar en el mar convirtiéndome en una ola infinita, inmensa, plena. Durante todo ese tiempo no me había percatado incluso de que estaba respirando, que todavía podía al menos pensar, aunque hace tiempo ya había dejado de hacerlo. Me sentí como un forastero en la vida, como un pequeño visitante que conocía algunas mañas para poder dar unos cuantos pasos sin perderse. 
Ya solo quedaba un rastro de luz rojiza en el cielo y me era imposible recordar de qué había vivido en esa banca.  No planeaba -ahora que parte de la cordura que reconocía muchas veces en mi persona estaba de regreso- quedarme sentado hasta el día siguiente. Si es que aún me restaba un tiempo de existir, iba a sumergirme en la memoria de lo que más amaba. Gema ya se tendría que haber ido y si no lo había hecho haría que lo haga, así me tuviera que partir en pedazos cuando escuchara su último paso en la puerta.
No habían más cigarros que prender, solo me quedaba refugiar las manos guardadas en los bolsillos del mismo saco donde antes había encontrado uno. El camino de regreso se me hizo más largo que el de ida; no había tanto ruido ni pisadas detrás de mí, nuevamente éramos la calle y yo, la calle que me recordaba otras caminatas abrazándola. Solo me preguntaba cuántas veredas más tendría que atravesar, cuánto me quedaba de esto, de ese andar tan abandonado. No volví a levantar la mirada hasta reconocer las rayas marrones del cemento frente a la entrada de la casa. Cuando por fin las vi, me di cuenta que no había ni una luz encendida, ella ya no estaba dentro.
Abrí la puerta tratando de imaginar un día cualquiera,  me recosté un momento en el sofá. Tal como esperaba, sentí que todavía su olor estaba empapado en el cuero. Me quedaría recostado hasta que consumiera la ultima gota de la esencia que muchas noches había extraído hasta quedar absorto. De repente, la cordura me hizo actuar de un modo más humano. Empecé a reaccionar a la pesadumbre física por cierto frío que no había podido desaparecer estando ya en la sala, donde todo debería ser más cálido. Entonces, preferí subir a mi habitación. La cama estaba llena de los encartes del periódico que había leído en la mañana. Pude ver que su ropa aún estaba en el armario, sus perfumes en el tocador, sus libros en la mesa de noche. Todo estaba intacto, tanto como la última imagen suya que conservaba en la memoria abrazando sus piernas. Empecé a llamarla y no recibí respuesta, bajé a la cocina, luego revisé el estudio y las otras habitaciones. Ella jamás se iría dejando todo en la casa, era absurdo, no se había llevado el auto y  tampoco hubiera salido con la pijama puesta. Regresé a nuestra habitación, busqué en su velador para ver si había dejado algún mensaje, una carta de despedida, una nota, pero no encontré nada que me diera algún indicio. 

Si ya se había ido, qué más daba cómo, ya no estaba aquí, ya no iba a preguntarme nuevamente por qué había desaparecido de esa manera si yo mismo determiné que fuera así, si yo era el autor intelectual de ese hecho, hasta de su forma de actuar. Me senté en una esquina de la cama y un silencio finalmente se apoderó de todo el espacio, un silencio casi perfecto, salvo por algo que interrumpía algunos instantes, algo que se me dificultaba identificar. No podía terminar de concentrarme en esa traba para lo completo e irrepetible. Cuando sin darme cuenta, a través de pequeñas dosis, fui percibiendo un pulso, un palpitar, una caída a la que por fin le encontré un ritmo, y qué otra cosa podría tener algún tipo de compás si nada estaba encendido, qué otra cosa tan intrigante si no un goteo. Cuando levanté la mirada hacia el baño, vi que la puerta se encontraba semi abierta, se  había atascado por su vestido de dormir, entonces, me acerqué para recogerlo. Jalé de él con delicadeza y la puerta, provocando un ligero chirrido, se terminó de abrir. 
Por un lado de la cortina verde que rodeaba la bañera, se podía ver el grifo que dejaba caer pequeñas gotas de agua entre breves espacios de pausas. Pensé que me podía haber olvidado de cerrar bien las llaves, aunque yo no había utilizado la tina, sino la ducha. Me incorporé desde la alfombre para entrar y terminar de ver qué había ocurrido con el caño, pero jamás pude volver a recordar aquel metal, jamás volví a recordar mi intención por acabar con ese sonido, jamás recordé cómo sonaba el goteo, jamás recordé el propósito que me llevó a ese lugar cuando la descubrí bajo una lámina cristalina en el agua más transparente, en el fluido más gélido que jamás habían sentido mis manos aún frías, en el sosiego más mudo de sus labios, en la parte más lúgubre de su persona, en la fotografía más real de una agonía inmóvil e inalterable, en un cuerpo perfectamente entumecido. Gema se había convertido en la ola que por un instante yo había creído ser.

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