La señorita detrás del espejo



I. La primera puerta

- "Señorita Cole", nunca la confundas con "señora", ¡nunca!, óyeme muy bien muchachita. De no hacerme caso, ¡Ja!, su mirada te recorrerá lentamente, de pies a cabeza, hasta verte de la manera más humillante que alguna vez puedas haber imaginado. - exclamó el señor Arias; hizo una pausa para limpiar el sudor de sus mejillas. - ¡Si lo sabré yo!. Pondrá sus ojos sobre los tuyos con la ceja derecha alzada, igual que la de un demonio, y, como habrás de esperar, probablemente, no te quiera en su casa.
- Sí, pierda cuidado. - respondí.
- Yo, ¿perder cuidado?, ¡la que no debe perderlo eres tú, niña!. ¡Anda, toca la aldaba!
El Señor Arias se acomodaba el saco con cierto apuro, mantenía la mirada fija en el  puerta, y sus pequeñas manos repasaban sus hombros una y otra vez. Terminó el breve ritual peinando con los dedos su delgado bigote blanco.
Por la costumbre de imitar, me fijé - con preciso disimulo - en las faldas negras que llevaba puesta.  Se encontraban en buen estado; la tela aún mantenía el color azabache con mucha personalidad, eran las que mi madre me había heredado días antes de morir y las menos viejas que tenía. No me había molestado en arreglarme de manera muy primorosa, mi trabajo como sirvienta de esa casa no iba a ser distinto al del cualquier otra sirvienta. Desde la vista exterior, la casona se veía grandiosa, por lo que, evidentemente, yo formaría parte de los muchos empleados que nos encontraríamos eternamente al servicio de la señorita. En la entrada no había ningún jardín - como en el lugar donde vivía-,  puesto que nos hallábamos a una cuadra de la plazuela, frente a la avenida principal. La residencia ocupaba toda la esquina. Era una construcción hermosa, pintada  de un gris que con la tenue luz del sol de invierno llegaba a parecer blanco, a excepción de los techos que habían sido pintadas de un plomo bastante oscuro. Cada espacio de la pared gozaba de un exquisito detalle, cada pieza ocupaba un lugar esencial, todo en su conjunto parecía complementarse como una sinfonía muy refinada.
- ¿Qué habrá pasado? - dijo el señor Arias mientras retrocedía para ver hacia una de las ventanas, arriba de la puerta.
Al instante, una señora mayor, de buen porte y de cabellos grisáceos, salió desde la sombra que dejó el portón.
- Señor Arias, disculpe la demora, ¿Cómo se encuentra?
- ¡Oh! señorita Cole, disculparse de qué, válgame dios... - sacó un pañuelo de su bolsillo para secarse el sudor la frente, denotando su característica ansiedad -. Mire, le presento a Antonieta, la joven de quién le hablé.
La mujer me recorrió con la mirada antes de que la pudiera confundir con señora. Mantuve la vista fija en ella, pero cierta exaltación en la suya me recordó que no debía hacerlo, por lo que rápidamente volteé a un lado. Mis nervios permanecieron refugiados en mis manos que a la vez se escondían en unos guantes oscuros.  Reconocí que era la señorita para quien tendría que trabajar. Tal cual me la habían descrito: llevaba puesto un vestido azulino, de corte y estilo decoroso, poco moderno, pero lo suficientemente elegante como para reconocer su clase social a primera vista. Su semblante frívolo y calculador podía causar temor en cualquiera que se atreviese a buscar trabajo sin recomendación, en buena hora, yo no me encontraba en una situación de ese tipo.
- Pasen, por favor.
Entré detrás de la propietaria, que caminaba con cierta rapidez y con un paso muy definido. Lo primero que atravesamos fue un mediano pasadizo que nos dirigía a un patio sin mucho tinte, donde había una pileta de piedra rodeada de macetas. Desde ahí se podían ver los tres pisos de la casona, que disponían de balcones con auténticos diseños de madera. Luego seguimos de frente hasta llegar a un segundo corredor que nos conducía a un jardín, el cual no atravesamos para terminar de dirigirnos a la cocina, donde la señorita Cole pidió que tomáramos asiento .
- Dime niña, ¿qué edad tienes? - preguntó la señorita Cole. La austera mujer dejaba caer las palabras sin alguna forma de entonación, y me parecía no haber escuchado nada más que un solo golpe sobre el suelo. Empecé a sentir un poco de temor, parte de mí prefería no hablar, mientras que la otra, se encontraba más preocupada en dar una impresión adecuada.
- Acabo de cumplir dieciocho, señorita.
- ¿Con qué experiencia cuentas?
- Ella ha trabajado...- interrumpió el señor Arias, que aparentemente había detectado mi inquietud. - Si me permite, señor Arias - dijo la señorita Cole, en un tono más alto, clavándole la misma mirada penetrante con la que me recibió en la entrada de la casona.
La timidez terminó por sellar mis labios y tardé un poco en dar la respuesta.
- Toda mi vida trabajé para los señores Anderson, con mi madre.
- Muy bien, supongo que no tendré que explicarte con mucho detalle en qué consiste tu trabajo, ya que no varía mucho del que has tenido allá. Eso es todo señor Arias, la niña se queda conmigo. Buenas tardes. - concluyó la señorita Cole, extendiéndole una mano en señal de finalizar la conversación.
- Cómo usted diga, Señorita Cole, pero verá...-
- ...No se preocupe, en la tarde me encargaré de que ese pendiente quede solucionado.
- Muchas gracias. Ha sido un placer, hasta pronto.
Y levantando su sombrero de la mesa, el señor Arias se retiró.
- Bueno, creo que el tema de tu salario ya te lo debió de comunicar el señor Arias. Por lo que supondré, no habrá ningún problema, o ¿me equivoco?. - dijo mientras caminaba al rededor de la mesa.
- No, señorita.
- Las cosas aquí son bastante sencillas, te encargarás de la cocina, la limpieza de los muebles, las habitaciones, los baños y asumirás también el cargo de ama de llaves, algo que he decido en última hora. Se te hará un aumento si desempeñas bien tu labor como tal.Tu horario también ya está definido, no creo tener que recordártelo. 

- Pero, ¿No cree que soy muy joven para tal cargo?
- ¿Tu madre fue ama de llaves, no es así? Entonces, ese cargo es el indicado para ti niña, y si no respondes adecuadamente a tu trabajo, sencillamente, tendré que buscar otra persona.- se detuvo para mirarme.- ¡Ah!, espero que sea la última vez que cuestionas una decisión mía jovencita, ¿estamos de acuerdo?.
- Sí, señorita Cole.
- Ahora sígueme, te llevaré a tu habitación.
La mujer caminó con el mismo ritmo de antes, su rostro inexpresivo se mantuvo firme por todo el trayecto, casi sin parpadear. Esta vez, rodeamos el jardín hasta dirigirnos a una escalera que se encontraba al frente de la cocina. Llegamos al tercer piso, donde habían varias habitaciones separadas por la misma distancia, hasta que nos detuvimos en una última puerta, cerca al final del camino. Sacó un manojo de llaves del bolsillo de su falda, y colocó una de ellas en el cerrojo que sin mucho esfuerzo terminó por abrirse. Entramos a un pequeño corredor donde habían tres puertas más. Nuevamente, introdujo una llave en el cerrojo de la segunda puerta, al lado derecho. Esa parecía la habitación que había dispuesto para mí. Extrañamente, solo había una cama, por lo que dudé que yo tuviese que dormir en aquel dormitorio. El cuarto era modesto, pero se encontraba en muy buen estado, casi tan bueno como la habitación de la visita, aunque prescindía de lujos y adornos. Había una cama, un velador, un pequeño escritorio y una cómoda. Frente a la cama, había otra puerta que tendría que ser el baño. Las paredes se encontraban tapizadas con dibujos de rosas amarillas que se entrelazaban entre unas largas líneas rosadas, el tapiz estaba gastado por la falta de uso y limpieza, tal vez. Al lado de la puerta de entrada, hallé un pequeño armario más del que no me había percatado en un inicio.
-  Este será tu dormitorio, tiene que mantenerse en este estado, en perfecto orden, no hay pretextos para que no lo encuentre tal cual te lo estoy diciendo.
- Sí, no se preocupe.- asentí .- Discúlpeme, ¿tengo que compartir la cama con alguien más?
- No. - me  respondió como si hubiese comprendido que iba a ser la primera vez que tendría una habitación únicamente para mí.
-Y, dígame señorita Cole - intenté continuar. Me daba la sensación de que una segunda pregunta le resultaría incómoda. - ¿También dispondré de las llaves de las habitaciones de los demás empleados? - inquirí finalmente.
Me miró y sonrió con ligereza, podría decirse que hasta le hizo gracia mi duda.
- No te preocupes por ellos, todo en su momento niña. Me basta con dos empleados: una mucama y un ama de llaves. Ya puedes acomodar las cosas, te presentas en la cocina en un cuarto de hora.
La señorita Cole se fue de la habitación. Me quedé sentada sobre la cama tratando de entender su respuesta. Tan pronto como escuché sus pasos alejándose, quise encontrarle un sentido a sus últimas palabras; yo estaba asumiendo el papel de dos personas, eso quería decir que yo era las dos empleadas de la casa, cuando jamás en mi vida había hecho otra cosa más que evitar cualquier tipo de obligación. Por sí sola, la idea de ser mucama  y empleada había incrementado la intranquilidad que tan solo la imagen de la señorita Cole había provocado en mi mente al instante de ver su imponente figura. Pero ahora había descubierto que toda la responsabilidad de la casa caería sobre mi, no había nadie más que pudiese ser culpado de alguna maniobra desafortunada u otro evento de ese corte. La señorita Cole creía haber contratado a la esmerada Antonieta; la joven que realiza todo con perfecto cuidado, la pulcra y buena Antonieta. Me levanté de la cama y me dije a mí misma que nada ya importaba a partir de ese instante, pues nadie podría resucitar a mi hermana, que se encontraba dentro de una miserable fosa común junto a otros cuerpos sin nombre, y tampoco a mi madre para que me enumerara - como solía ocurrir a diario- aquello que no sabía realizar. Ahora todo dependía enteramente de lo que desprendiera de mis manos desde ese día.
Si existía algún dios, entonces tendría que apiadarse de mi.
II. El listado


Los quehaceres durante los primeros días me resultaron bastante sencillos. Me dediqué a memorizar con mucho afán todos los lugares donde se encontraban la mayoría de objetos que merecían un cuidado semanal: las copas, la vajilla, los cubiertos, los jarrones, los adornos. En mi cargo de ama de llaves, le asigné a cada día de la semana tres tareas, teniendo en cuenta todas las labores que la señorita Cole me había pedido que incluyera sin irregularidad. Lo más complicado fue recordar todas las indicaciones a consumar, así que  recurrí al pequeño cuadernillo que mi madre utilizaba para anotar cada paso que tenía que seguir diariamente. En un principio, consideré organizarme de una manera distinta a la que mi madre habituaba en la casa anterior,  pero dadas las circunstancias en las que me encontraba, sería muy complicado darme esas atribuciones.
Mientras yo intentaba alinearme a las costumbres de una sirvienta - que me eran las más arduas de desempeñar -, la señorita Cole se dedicaba a realizar otra rutina que efectuaba tal cual un enfermo cumple una receta médica. Todos los días por la mañana se iba a misa, por las tardes tocaba en el piano, y por las noches se quedaba en la biblioteca leyendo algún libro. Claro, aquellas eran parte de lo que la anciana mujer hacía sin disculpa alguna, a diario, pues también tenía un horario para las distracciones que variaban de un día a otro; sin embargo, nada se retrasaba ni adelantaba en un minuto.
La cocina aún no había pasado por mis manos. Al parecer, durante el tiempo en el que no había mucama, la señorita Cole había recurrido a los servicios de una mujer que se encargaba exclusivamente de preparar las comidas, por lo que aún no disponía, tampoco, del menú que debía de realizarse a diario.
Todos los días a las seis de la mañana llegaba doña Roscina.  Era la tercera ves que le abría la puerta, y, a pesar de apenas conocerla dos días, sentía mucha simpatía por ella. Su baja estatura y su redondo rostro irradiaban mucha confianza, esa que uno suele tener por los caseros del mercado. Parecía la clase de servidumbre que la señoritaa Cole no contrataría, pero al parecer, tanto el desayuno, como el almuerzo y la cena habían terminado por opacar la curiosa personalidad de la obesa mujer.
De vez en cuando, intentaba meterme en la cocina para observar cómo preparaba los potajes, de qué forma los cocinaba, cuáles eran los pasos a seguir. Pero no podía suspender las otras labores a realizar, y eso impedía que pudiese ver la función completa. Cada vez temía más del día en el que tuviera que ser yo la encargada de las meriendas. Si eso llegaba a ocurrir antes de que aprendiera a guisar, mis horas en aquella casa estaban contadas.
- Antonieta, ya puedes servir la comida, hija. - me dijo doña Roscina, entregándome la fuente donde ya la había servido.
Me dirigí a la mesa del comedor, volví a ver los cubiertos que había colocado tal cual se detallaba en la libreta de mi madre; el plato del pan al lado izquierdo, la copa y el vaso al derecho, los cubiertos del postre al frente del plato principal, los tenedores al lado izquierdo y tanto el cuchillo como la cuchara de sopa al lado derecho. Antes de servir el plato, recorrí, una vez más, con la vista todo lo que había colocado.
- Niña ¿qué estás esperando?, ¡sirve el plato! - exclamó la señorita Cole, que ya se había sentado en la mesa.
Su grave y prolongado grito me hizo dar un pequeño salto que ignoró. Serví  la entrada  y luego me ubiqué a un costado. Al parecer, todo estaba en perfecto orden, no había recibido ningún llamado de atención y eso me tranquilizaba por momentos. La señorita Cole comía con elegancia y serenidad, no tomaba gota de agua y tampoco soltaba los cubiertos hasta pasar al siguiente plato. Intentaba llevar la cuenta, pero no tenía nada que contar.
- Antonieta, ¿tendrías la amabilidad de despegar tu vista sobre mí?
- Discúlpeme, señorita.
- Espero que ya tengas preparada la lista de comida de la siguiente semana, dentro de dos horas me la presentas en la biblioteca.
- Como usted ordene.
Aguardé a que la ama terminara de almorzar para retirar el servicio y con mucho cuidado me dispuse a realizar el trabajo.  Mi mente nuevamente se encontraba ajena a lo que mi cuerpo realizaba, no había hecho la lista de la comida porque la señorita Cole me indicó que ese asunto lo vería después, y me acababa de enterar de que ese "después" ya había llegado. Rápidamente, me dirigí a mi habitación para copiar la lista de las comidas que se debían de preparar, me senté en el escritorio y anoté con cuidado uno de los menús que ya se encontraban apuntados en las primeras páginas. Cuando terminé el nuevo listado, doblé por la mitad el papel que coloqué sobre el tablero y dejé el cuadernillo al lado. Luego, fui a la cocina para comer con la señora Roscina. La encontré sentada, doblando las servilletas para nuestro almuerzo.
- Niña, ¿por qué siempre andas tan nerviosa?, comprendo que recién hayas empezado a trabajar, pero no es muy bueno que la señorita Cole te vea así.- me dijo. No respondí. - ¿Eres muy jovencita, no?, no creas que no me he dado cuenta que siempre tratas de ver cómo cocino. - dijo la mujer, dibujando una sonrisa en sus labios. - Cuéntame niña, ¿qué cosa te preocupa?, tal vez yo te puedo ayudar. - insistió, mirándome con la cabeza inclinada de lado. Esperó un momento para decir lo siguiente - ¿Ese es el problema verdad? - Finalmente, asentí con la cabeza.
- ¡Santo dios! - chilló la mujer. - No pensaba que lo decías en serio, ¡Ay, niña!, pero... ¡cómo es posible que no sepas cocinar! - abrió sus enormes ojos como dos faros.
- Es que...- miré hacia el plato, tratando de busca la respuesta en la sopa.
- ...¡Es que nada!- resonó. - A ver, ¡ay, si solo esto faltaba! - dijo la mujer, levantándose de la mesa. Sacó un papel y un lápiz de su delantal y me entregó lo que había anotado - Hoy en la noche, a las diez, vas a esta dirección. Antonieta ...
-... ¡Gracias, doña Roscina! - me lancé sobre la regordete señora y la abracé.
- Nada de gracias hijita, el señor Arias me contó algo de tu historia, y no me gustaría que te quedaras sin el trabajo, ¡pero ya!, ¡anda!, termina tu comida. - me dijo, con un tono de voz más tranquilo. De tanta sorpresa, doña Roscina tenía el rostro empapado de sudor. Se secó con el delantal y se puso a lavar el menaje.
"Calle Camaná 342". No tenía mucha noción sobre las calles del lugar, pero como todo estaba muy cerca, sería muy fácil dar con el. Fui a la sala a limpiar los adornos  que había asignado para ese día. Las horas se me pasaron con una inusual rapidez, pensando en qué me encontraría en ese sitio, tal vez era la otra casa donde trabajaba doña Roscina, o el lugar donde vivía. Seguramente, me iba a dar un recetario para memorizar, una pequeña clase o algunos consejos básicos. Eran tantas posibilidades que todas no cabían en mi mente, y tal vez no eran muchas, pero mis frecuentes altibajos alargaban el número de alternativas.
El reloj marcó una hora más y ya se había cumplido el tiempo para subir el listado que la señorita Cole me había advertido. Me dirigí a mi habitación y con apuro cogí la lista que dejé en el escritorio. Una vez, frente a la puerta de la biblioteca, di un par de golpes. Escuche la voz de la anciana, pero no supe qué me había dicho por la distancia desde la que habló, supuse que me estaba permitiendo pasar por lo breve que me resultó el sonido. Era la primera vez que me encontraba en la biblioteca; un lugar muy espacioso, rodeado de altos muebles de madera caoba, ni siquiera se veía pared por alguna parte, salvo detrás del escritorio donde se encontraba la señorita Cole, a su espalda, había una gran ventana con dos cortinas doradas que estaban sin soltar. La luz que emanaba de afuera no iluminaba toda la habitación, para eso, algunas lámparas cumplían la tarea.
- Dos minutos tarde jovencita - dijo sin mirarme. - Acércate, que tengo que ver esa lista.
- Discúlpeme, aquí tiene. - solté la lista sobre el escritorio.
La mujer no desprendió los ojos del libro.
- No, antes de que me la des, déjame adivinar - dijo sin tomar el papel. - ¡no me digas!- alteró sutilmente el tono de su voz - Para el lunes de la próxima semana tendremos asado de almuerzo; para la cena, pastel de espinaca; y, para el martes, desayunaré pastelillo de fresa.
Mi cuerpo se agarrotó por completo. La mujer abrió el cajón de su escritorio y sacó el pequeño cuaderno de mi madre.
- Podría decir que tu madre tenía muy buen gusto para armar un menú. Pero, lamentablemente, no creo haber contratado a tu madre ni a su doble. - se levantó de la silla. - Ahora que veo que la mayoría de las tareas que estas desempeñando en la casa se acomodan de la misma manera en la que solían realizarse en la casa donde solías laborar, pues bien, tendré que ayudarte a modificar esa costumbre, y mi primera ayuda será deshaciéndome de este innecesario cuadernillo.
La mujer empezó a deshojar el pequeño cuaderno con sus temblorosos dedos, hoja por hoja, con tanto temple, que el sonido de cada rasguño se grabó en mis oídos con un ritmo perturbador. La anciana no se detuvo hasta dejar únicamente la gastada y amarillenta funda. Me la entregó.
- Ahora sí, espero ver a la verdadera Antonieta. Supongo que tienes muchas otras formas de desempeñar tu labor. - hizo algo parecido a una sonrisa - Y considero, también, que sería lo más apropiado si esta noche prescindes de tu cena. El apetito puede hacer que tu imaginación, que parece algo limitada a pesar de tu corta edad, pueda proponerme un menú más original. - añadió.
Algunas lágrimas tibias cayeron sobre mi falda.  Me retiré haciendo una venia y sin decir palabra. Fuera de la biblioteca, corrí a mi habitación como cuando a una niña se le quita su muñeca.
Me lancé sobre la cama y traté de ocultar mi llanto entre las sábanas. Ahora no tenía nada más que pudiese guiarme en el camino que había decidido tomar, el único camino que me quedaba para sobrevivir; si no tenía el cuaderno, ¡no sabría si quiera como limpiar las copas!.
La tarde pasó de la manera más destemplada a noche, o de repente fue el sueño que al final me invadió e hizo el cambio muy repentino. Ya despierta y consciente del tiempo, fui al baño y me enjuagué el rostro varias veces, tratando de arrancar la pesadez de mis ojos. Mientras el agua me empapaba, pensé en cambiarme la ropa, irme a dormir y esperar a mañana,  ya que la señora Cole  aún no había decidido despedirme y era un hecho que antes de realizar lo primero, terminaría por hacerme pagar la burla. ¡Pero a quién se le ocurre ser tan ingenuo!, ¡por qué fui tan imprudente!, ¿es que acaso no tuve en cuenta que mi destino se encontraba colgando de un hilo?. Ya no tenía otra posibilidad, iba a esperar con excesivo desasosiego a que lo peor sucediera, sin queja alguna, por lo grave de mi torpeza.
Antes de desabrocharme la falda, metí las manos en los bolsillos para retirar la basura que solía guardar en ellos. Entre un par de botones y un palillo, encontré el pequeño papel que doña Roscina me entregó en el almuerzo. Mi mente se deshizo de toda la desdicha que la había cubierto durante la tarde. Ajusté mi falda, tomé mi abrigo y el sombrero, y salí de la habitación. Todavía me quedaba un papel que la señorita Cole no pudo rasgar.
III. Las cebollas

Era la primera vez que me asuntaba de noche desde que había llegado a la casona.  La espesa neblina se había apoderado del oscuro cielo limeño que no regalaba ni una sola estrella. Algunas parejas pasaban delante de la puerta, entre sonrisas y suspiros, todos parecían caminar en la misma dirección. Salí y cerré con cuidado, tratando de hacer el menor ruido posible.


Luego de incluirme en el andar de las pocas personas que transitaban por las calles, me dirigí a la plazuela para consultar la dirección que doña Roscina me había dado. Tal vez las noches de aquel escenario acostumbraban ser románticas; parejas, amantes, labios rojos que destacaban entre rostros de cera, manos unidas, caricias de tules, el susurro de una guitarra. No podía saber cuántas palabras de promesas delicadas flotaban en el aire, no era necesario para entender el canto de muchas almas que florecían, tan solo bastaban los pasos y las figuras coloreando de sombres las veredas. Fue de repente, que la falta de ese sentimiento propio que embelesaba los pensamientos ajenos a la crudeza del crepúsculo, me permitió reconocer  el único ser que no resplandecía por el amor, pero que aún así formaba parte del repertorio, cargando una cesta de rosas en el brazo, envuelta en mantos verduscos de franela. Era ella el complemento ideal en la historia nocturna de una mujer que interpretaba el exterior tal cual una espectadora. Poco a poco me fui acercando y, mientras menos ancha era la distancia, aquel personaje se convertía más en lo que imaginaba que sería; una encorvada y pálida vieja que reposaba sobre una esquina del parque, dejando únicamente los pétalos de sus rosas al descubierto.

- Buenas noches, señora. - le dije con encogimiento - Usted me disculpará que la moleste, pero creo no ubicarme con mucha seguridad en estas calles, ¿sería tan amable de ayudarme con esta dirección?.
La mujer que parecía ser bastante parca volteó a mirarme y me recibió el papelito con mucha humildad, que incluso podría haber sido confundida con cariño.
- A ver jovencita, déjeme ver. - desdobló la nota- ¡Ah!, esto está muy cerca. Camine usted por acá, de frente, cuatro callecitas a la derecha, si mal no recuerdo.- me dedicó una sonrisa, y guardó su arrugada mano detrás de la chompa que cubría su pecho.
- Muchas gracias señora.- respondí.
- No hay de qué niña.
Continué el camino dejando atrás todo aquello como si hubiese despertado de un sueño para entrar en otro. Seguí las instrucciones de la vendedora de rosas y a un par de minutos las calles habían abandonado todo el romanticismo que solía representarlas. Ahora, los caminos por los que tenía que andar se iban haciendo más ruidosos conforme me iba acercando. Las carcajadas de algunos hombres en el bar, la jarana interminable que antes me había parecido el acompañamiento de algún solitario en otra calle, los aplausos descoordinados, la  bulla refugiada entre puertas y los boletos de teatro deshaciéndose en charcos de agua.
El paso apresurado y las ansías de llegar me permitieron encontrarme en la última calle que necesitaba atravesar para dar con mi destino. Ahí me detuve para intentar dar pasos más serenos y esconder aquella incertidumbre que caracterizó la segunda parte de mi trayecto. 
Mientras pausaba la agitada respiración de mi pecho, descubrí que el bullicio de esa calle era distinto; ya no habían carruajes ni se escuchaba el sonido propio de las risas de los señores de saco y sombrero. Las casas alrededor desprendían olores y poca luz, algunos hombres, casi al final de la ruta, estaban tocando guitarra también y otros instrumentos que no pude distinguir por la distancia. Todo lo que pudo ser elegante a pesar de lo sombrío del entorno, llegó a transformarse en un fondo cubierto de humo y fachadas descoloridas.
Mi breve viaje iba a concluir en una entrada angosta y rudimentaria que divisé entre otras tres, el número “342” estaba pintado arriba de la puerta. Me detuve por momento en el umbral para ver si  doña Roscina estaba cerca, pero me era imposible distinguirla entre tantos individuos, los cuales, en un principio, me hicieron dudar de que me hallaba en el lugar correcto; no podía creer que doña Roscina me hubiera enviado a semejante tugurio, que más que una posada, tenía toda la apariencia de un callejón. El ajetreo y la prisa me hicieron tomar la decisión de escabullirme por el centro de la muchedumbre, tratando de ensordecer ante las lisonjas y la zalema poco oportuna.  Muchos hombres  estaban sentados en mesas largas, llevándose la comida a la boca en una mezcla de manos y tenedores, otros iban y venían desde la puerta hasta el fondo de la sala luego de fumar un cigarrillo . Quedarme parada en el medio del “festín”no era la elección más conveniente; de seguro, entre tantos empujones, hubiera terminado afuera, así que procuré llegar al otro extremo del cuartucho, tratando de ocultar mi rostro con un pañuelo para que pudiera pasar sin tener que detenerme por la desfachatez de aquellos obreros.  Ya casi en la última mesa, pude ver una ventana donde había gente cocinando. Me acerqué y di las buenas noches, pero todos parecían ignorarme por completo, luego de haber estado bajo tanta atención hasta me sentí despreciada.
- Buenas noches, disculpen, eh…
- ...Pasa, ¡niña!
La voz de doña Roscina se distinguió con facilidad entre tantos gritos graves y roncos. No pude verla,  pero indudablemente ella tenía que estar cocinando dentro. 
- Entra usted, ¿señorita?
Un joven salió de un portillo al lado de la ventana que no había diferenciado porque era del mismo color que la pared. Él se quedo esperando mi respuesta, pero yo solo entré sin decir palabra.
Doña Roscina estaba cocinando, como ya había advertido, en unas ollas de barro enormes. Habían unas diez personas en el servicio; guisando, sirviendo comida, limpiando cacharros o llevando órdenes de las mesas.
- A ver, hija, tráete las cebollas. - señaló un cajón abajo de los reposteros.- Aquí te sientas. Oye, Samuel, ven, ven, ayúdame con esta niña, que corte las cebollas. 
- Pero...- repuse ante la tarea que me iba a encomendar.
-..¡Nada!, así aprenderás hijita, yo tengo que seguir sino ¿quién dirige la orquesta?- me sonrió.
Me ubiqué donde me lo había  dispuesto, me quité la gorra y los guantes. El joven al que había llamado era el mismo que me abrió la puerta para entrar a la cocina. Se sentó frente a mí y empezó a pelarlas, cada una de las cebollas las dejaba al lado de la tabla de madera. Verdaderamente, no tenía idea de qué hacer con ellas, miré alrededor pero todos estaban haciendo labores distintas. Él continuaba pelándolas sin levantar la cabeza, un instante después, lo vi riéndose por un motivo que creía conocer.
- ¿Qué se supone que debo hacer?- dije denotando cierto enfado.
- Picarlas, señorita. - contestó
- ¿Picarlas?, ¡cómo!, ¿así? - le mostré la cebolla y el cuchillo a punto de partirla.
- ¿Está usted tomándome el pelo, señorita?
- No
- ¿No sabe picar cebollas?
- No - repetí.
El joven volvió a mirar sus cebollas y continuó quitándole la cáscara con una sonrisa esbozada. Su indiferencia y su mofa  empezaron a irritarme. ¿Acaso era un pecado que una joven como yo no supiera cómo cortar cebollas? ni si quiera era una mujer adulta, cosa que sí resultaría extraña.
- Bueno, ¿me vas a enseñar o no?
- ¿Que yo le enseñe?. Oh, no, disculpe, yo tampoco sé hacerlo.
- Entonces qué sabe hacer.
- Sé pelarlas
- ¿Y por qué doña Roscina lo ha enviado a usted para que me asista?
- Porque, como verá, todos están muy ocupados.
- ¡Samuel! - se escuchó chillar a doña Roscina, que lo miraba con una cara de enfado exagerada.
- ¡Ja, ja!, está bien, madrina. - contestó.
- Entonces... te molesta enseñar a picar cebollas, ¿o te da vergüenza?- le pregunté.
- No, no me da vergüenza, me da gracia encontrarme con una señorita que no sepa picar cebollas.
- Yo no le veo la gracia.
- Pues yo sí, discúlpeme. - volvió sonreír.
- ¿Te estas mofando de mí?
- ¿Mofándome?¿Pero que clase de hombre me ha creído usted?, le guardo el respeto que merece una.. Una, niña… - mantuvo su befa.
- …¡Basta!- le dije a la vez que soltaba el cuchillo. Su rostro no se deshizo esa gracia que me sabía a escarnio ni de la ligereza con la que se tomaba el asunto. Doña Roscina no oía palabra alguna de toda la conversación pues había salido, y nadie decidió intervenir para callar al tipejo.
- Lo más probable es que a usted todo este ambiente le cause repulsión: el sudor, las camisas abiertas, mangas remangadas, la bulla, la música.- se acercó a mí, inclinándose desde su lado de la mesa - La he visto desde que ha llegado a la puerta y no ha dejado de comportarse como si todo lo que le rodeara fueran plagas, bichos y enfermedad. - replicó.
- Pues este no es el lugar apropiado para una joven como yo.  ¿Por qué tendría que sentir agrado por tanta gente ordinaria? - le respondí, quitándole la mirada de encima.
- ¿Perdóneme, cómo usted? - dijo entre risas - Pues déjeme recordarle que “usteeed” realiza las mismas labores que el resto de las personas que se encuentran aquí, ¿o me equivoco?
- ¡Se equivoca!… ya ni sé porqué te estoy tratándote de usted, si eres cualquiera, ¡un vulgar!
- Bueno, este vulgar le va a enseñar cómo se cortan las cebollas.
- ¡Y deja de llamarme señorita sino lo va a expresar como se debe! - exclamé aguantando la cólera en la frente.
- ¡Cuán  extraña me resulta usted!, exige el respeto de una dama de su "clase" y cuando se lo otorgo, lo rechaza. Bueno, entonces, cuando aprenda a cortar cebollas, se ganará el tuteo, señorita. Mantendré el título que le corresponde, por ahora.
Samuel dio la vuelta y se colocó a mi lado, empezó a cortar la cebolla por la mitad y luego me indicó cómo tenía que hacer el segundo paso. Su sonrisa no se había desvanecido ni por un solo segundo, se mantenía erguido a pesar de encontrarse bastante lejos de la mesa por su altura. No recuerdo en qué momento dejé de estar alterada; tal vez me preocupaba más el hecho de aprender a picar cebollas cuanto antes, o tal vez nadie nunca me había hablado como él, menos aún un hombre de semejante condición. 
Me pasé las dos horas siguientes haciendo el mismo proceso: picar. Los ojos me ardían pero había decidido no quejarme. Samuel se había percatado de mi malestar, pero continuó con lo suyo. Doña Roscina se acercó.
- ¡Vaya! Te ha ido bien con las cebollas, Antonieta. Un poco más de rapidez,  hijita, y vas a ver como te irá.- me dijo alegremente.
- Sí, pensé que me tomaría más tiempo aprender. - respondí aliviada.
-Bueno, estas bien para tu primer día. ¡Uy!¡ya es tarde!, Samuel, acompaña a Antonieta a la casa de la señorita Cole, tú sabes dónde queda, hijito, no puedo dejar que se vaya sola.
- No se preocupe, doña Roscina,  yo me cuido bien. - repuse.
-¡Caramba, niña!, deja que Samuel te acompañe. - insistió
- Si usted insiste, doña Roscina. Gracias.
-Anda hijita, nos vemos más tarde.
-Nos vamos, ¿señorita?. - dijo Samuel, extendiéndome su brazo.
Lo miré por un instante tratando de mostrarle la molestia forzada que me causaba tener que irme con él. Puse mi brazo bajo el suyo y salimos de la cocina. Después de unos cuantos pasos, reaccioné hacia la gente alrededor; nadie volvió a lanzarme ni una sola palabra. 
IV



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