lunes, 16 de julio de 2012

El pequeño arreglo

Cuando de niño te sentías mal, te refugiabas dentro las protectoras paredes tu habitación y te tirabas sobre la cama, golpeabas - si es que a eso se le podía llamar golpe -  el colchón mientras que tus manos apretaban el cubrecama de alguna caricatura de disney. Agotabas todas tus fuerzas y terminabas de quejarte entre suspiros y respiraciones congestionadas. Algunas veces, tenías malos pensamientos acerca de tus padres y llegabas a tener en mente esas palabras prohibidas que te sonrojaban las mejillas cuando se las escuchabas a algún tío barrigón. Pero al rato te arrepentías y pensabas que merecías la muerte por haberlas considerado - hasta pensaste en decírselas a mami o papi y pedirles perdón por tan solo pensarlas. Abrazabas la muñeca o el osito de peluche que ahora escondes cuando algún amigo entra a tu cuarto -aunque hasta hoy lo llamas por su nombre cuando no lo encuentras luego del cambio de sábanas -, y  te quedabas dormida o te olvidabas del asunto.

Luego, los problemas, aparentemente, se hicieron más grandes, pero ya no corriste y gritaste torpemente como a los ocho años, sino que recurriste al mismo escondite y el rumbo se dirigió a alguna esquina donde te sentaste a abrazar tus piernas, o cubrirte la cara con la palma de las manos. Puede que luego botaras algunas cosas, incluso que pensaras - entre llantos -  qué cosas podías botar porque hay algunas que valen mucho y que por nada del mundo te atreverías a romper. Tal vez diste algunos gritos enrabiados, tal vez no. Pusiste una banda que contribuyera a  aumentara tu tristeza, porque en el fondo era un buen sentimiento, el único que podría comprenderte. Pasado el éxtasis, te dedicabas a manifestar esta sensación de alguna forma, entre las más corrientes, con tu estado de msn.

Ahora, quién sabe si por la edad o por esa idea de la intensidad de los asuntos, no reaccionas de esta manera. Recuerdas lo que sentías en otras épocas, sí, lo recuerdas y te repites que no vas a ser el presente de tu ridículo pasado. Como un dedo que sin tocarte te hace cosquillas, la conciencia te insiste con  que no debes llorar, que no lo vas a hacer, pero mientras más te lo repite, más cerca estás de las lágrimas. Pierdes. Lloras. Te tapas la boca y ahogas cualquier grito desesperado. Dejas que las gotas se deslicen mientras sientes tu rostro ardiendo, deseas que se consuma hasta el último rastro de líquido en tu piel. Te secas la cara con cualquier prenda que dejaste tirada en la mañana sobre tu cama. Crees haber madurado. Al instante, te acercas a algo, a la guitarra que decidiste dejar hace dos semanas, que al igual que muchas otras cosas te ha decepcionado, un fracaso más. Te sientas y solo tocas, tocas algo que quién sabe quién decidió que tocaras. Tocas, tocas, y descubres a alguien, alguien que sin vergüenza alguna  ha decidido llorar por ti.