El encuentro





  • ¡No dejes que te quiten la bola pues cojudo!, mete leña nomás. Ta madre, ahora quién tiene que ir a traerla de vuelta si no soy yo.
  • Ya Perico, anda, no seas quejón.

Ese maldito de López todavía no aprendía a defender como se debe, siempre haciendo la cagada. Ya le había dicho que deje de moverse así, en todos los partidos perdía la bola o la sacaba fuera por las huevas. Me tenía cansado eso de tener que estar yendo y viniendo donde el señor Aurelio para que me dejara entrar a sacar la pelota. Tenía que ir yo porque era el único que conocía al viejo y, como no le gustan los chibolos, no dejaría que otro de nosotros entre al "Ángel” pasada las siete de la noche.
  • Buenas noches señor Aurelio, ya sabe usted, otra vez ...- le dije, un poco avergonzado.
  • .. Qué se yo muchacho, ¡ja!, ya, entra rápido, apúrate.
  • Voy volando, gracias.
Felizmente no me tomó tiempo el típico saludo. No tenía ganas de nada, solo de sacar la pelota y meter un par de goles para cerrar con un tres a uno. Todo estaba oscuro y no podía ver bien en dónde había caído el balón. Caminé de frente, asomándome entre los pasillos completamente negros. A mí esas cosas de las almas no me dan miedo, jamás me han dado, ni que fuera maricón. Conozco el cementerio desde que me acuerdo. Es más, si un día me hubieran dicho para quedarme a dormir dentro, lo hubiera hecho sin mayor problema. A decir verdad, sí me he quedado a pasar la noche en el “Ángel” varias veces, muchas, pero si uno de esos programas de la televisión me hubiera pagado por hacerlo, no les hubiese dicho nunca que me he quedado en más de cincuenta ocasiones echado sobre una tumba, sobre la del General Juan Velasco Alvarado. Nunca supe que había sido presidente, recién me acabo de enterar de eso este año, que he pasado a sexto de primaria. Algunos ponen cara fea cuando la profesora de historia habla de él, sobre todo ese tal Razzeti que dice que él es el culpable de que su abuelo haya perdido sus haciendas. Ese pecoso me tiene harto, siempre habla de su familia con plata, de sus pantalones importados, de su nintendo... un día de estos le meteré una patada en el culo, pero tengo que pensarla bien, porque de todas formas ese aparato nuevo que se ha comprado es bien bacán, aunque ese no es un buen motivo para no metérsela. Seguro su abuelo se lo merecía, seguro fue un hijo de puta como su nieto. Creo que el General Velasco hizo bien en quitarle la hacienda, parece que Razzeti es el único que lo odia, aquí todos hablan de lo buen presidente que ha sido, pero nadie le deja flores, yo sí lo hago.
Como estaba diciendo, sin quererlo, siempre terminaba recostado en esa tumba cuando me escapaba de la casa de doña Elvira. Ella es bastante buena conmigo, me ha cuidado desde chiquito, como no tiene hijos, tal vez yo pudiera ser algo parecido. A pesar de su mal carácter, no me quejo de ella, hasta me gusta ayudarla a vender flores por las tardes cuando regreso del colegio, porque después nos vamos a la casa para tomar sopa de mote y, si es viernes, me deja jugar una pichanguita, así como hoy. Los domingos me da mis dos soles para que me vaya a jugar a la máquinita, yo le he dicho que uso mi propina para eso, pero realmente la estoy ahorrando para comprarme unos chimpunes que he visto en una tienda por el centro.
Ya me había pasado todos los pasadizos y no había nada. Entonces me di la vuelta para los mausoleos. La maldita pelota no estaba por ningún lado. Rebusqué entre las estatuas, entre las hojas secas amontonadas, pero nada ni rastro. Me iba a dar la vuelta  y mandar a la mierda a López, que él viera como la sacaba. Pero de regreso a la entrada, preferí darme la vuelta por los nichos a ver si encontraba la jodida bola, y así, avanzando poquito a poco, la vi metida dentro de un nicho viejo. Carajo, ahora tenía que meter la mano. Lo hice rapidísimo, como para que no me chocara con alguna porquería dentro, pero la pelota se atracó entre dos trozos de cemento. Hasta ahora no me explico cómo hizo para meterse ahí, porque para salir se hacía un lío tremendo. Jalé y Jalé y salió volando, rebotó en el nicho trasero. Pensé que se había roto por un “trac” que resonó. Me paré para ver qué le había pasado, apenas se había hecho una rayita. Cuando dejé de ver la marca, me entró la curiosidad por leer el nombre de la persona fallecida. La verdad no suelo hacerlo, solo me llaman la atención los mausoleos enormes que están para el otro lado o los del Presbítero, pero los nichos raras veces. Sin embargo, este nicho, para ser uno de esos, no estaba tan descuidado como otros. Tenía unas flores marchitas, pero un acabado bonito, se notaba que habían pagado buena plata por sus adornos. Entonces, coloqué la pelota entre mis pies y me acerqué más para pode leer bien. Así fue como, de pronto, parte de mi pensamiento se nubló; algo empezó a temblar dentro de mí, mi corazón latía con fuerza, como que la sangre se me iba de las manos a la cabeza, mis ojos se llenaron de lágrimas, pero nada me salía. Volví a leer. El nombre, la fecha, todo coincidía. “ Salomón Alzolara 1961 - 1986”. Ese era mi nombre, mi nombre, mi apellido. Igualito, como me habían dicho, mi papá había muerto el año que yo nací, al igual que mi mamá de la que nunca me dijeron nada. Me habían puesto el mismo nombre que mi papá, así tenían que bautizarme, así lo hizo Doña Elvira. Ella me había encontrado con mi nombre escrito en un papel, en una carta, donde pedían que me llamen así, para que tuviera apellido. Otra vez las preguntas ¿por qué habrían hecho eso conmigo?, ¿por qué no me crió mi familia?, ¿por qué era huérfano?. Me senté frente al nicho y lo miré por largo rato. A fuera se escuchaban los gritos de mis amigos, diciendo que salga, que me apurara, pero no lo iba a hacer; a la mierda el tres a uno.
II
  • Doña, me puede mostrar esa carta con la que me encontró, ¿por qué nunca me la quiere dar?
  • Mocoso, ahorita no me molestes, ¿no ves que estoy apurada?, mira la hora que es, ya apúrate, toma tu leche que ya te tienes que irte de una buena vez.
  • ¡Pero nunca me la va enseñar, y ese papel es mío, quiero verlo!
  • ¡Carajo!, ya te he dicho que no te lo voy a dar Perico, estas muy chico para eso, no me jodas más, anda ya, me estas haciendo perder el tiempo.
  • Uno de estos días se la voy a sacar y me dejará de poner condiciones, ¡lo que es mío es mío!.
Eso me reventaba. No quería decirle a Doña Elvira que había encontrado la tumba de mi papá porque de seguro menos me daba la carta. Así que prefería ir al colegio y dejar de molestarla para que no se amargara y no me quitara la propina de los días viernes. Tenía un mejor plan; ya faltaban dos fines de semanas para que sea su cumpleaños. Estaba decidido a pasarme todo el día al lado de su nicho, esperando a que llegaran los abuelos, algún tío, un amigo... alguien. Sería entonces cuando yo les diría la verdad, que yo era su hijo, que tenía prueba de eso, que tenía la carta que habían escrito.
Cada día las ansias se hacían más grandes, no podía dejar de pensar en cómo serían sus padres, en si me darían la razón o simplemente me ignorarían y me dirían que estaba loco, que Salomón nunca tuvo un hijo, que me fuera, que los dejara en paz. Mientras tanto, todos los días me acercaba a la tumba para cambiarle flores. Algo me mantenía cerca a esa tumba, tal vez la esperanza de encontrar mi raíz, mi historia, mi realidad.
Ahora pensaba en dónde podía estar esa carta. Si doña Elvira me decía eso era porque era cierto, ella es una mujer de palabra, no me diría algo que no fuese verdad. Cuando llegué a casa, luego de clases, entre silenciosamente. Revisé con mucho cuidado que no se encontrara dentro, y, como me imaginé, no había nadie. Entré a su cuarto, todo estaba en orden, y como tenía apenas dos muebles sabía que no me tomaría mucho tiempo encontrarla, pero cierta fuerza anormal me impidió revisar sus cosas. La vergüenza de meter mano a sus cajones me detuvo. Me costaba demasiado hacer eso, después de todo, ella había sido como una madre - a pesar de no llamarla así, porque me lo pidió- , y en el fondo yo sabía que me quería; quién haría algo así por un desconocido, no tendría que tener alguna obligación conmigo. Salí de su cuarto y me fui al puesto.
III
Sábado 12 de octubre. Eran ya las seis de la mañana. Me alisté rapidísimo para ir al cementerio, cogí un trozo de choclo con queso que me había dejado doña Elvira en la mesa - salía más temprano para llevar las flores frescas. Le había aventado la excusa que tenía que hacer un trabajo del colegio en el "Ángel”, sobre las tumbas de los héroes. A ella no le gustaba mucho la idea que me la pasara metido ahí, por eso cuando me molestaba me iba directo al cementerio y a la mañana siguiente me esperaba la paliza de la vida. Pero esta vez, como se trataba del colegio, me dejó.
Cuando llegué, pensé que sería mejor no estar ahí, al costado del nicho, así que me di algunas vueltas alrededor, viendo como llegaba gente desde muy temprano a rezarle a sus muertitos, a dejarles flores o recuerdos.
Me entretuve un rato con una familia que le había llevado serenata al almita, estaban cantándole una canción que ya había escuchado antes, una que siempre le cantan a las personas cuando cumplen años. Luego de verlos, me di cuenta que ya eran las ocho de la mañana. La gente empezó a llegar en mayores cantidades, algunos buscando como si hubiesen olvidado donde está sepultado su muerto, otros caminaban directamente a la lápida, otros pasaban con cuidado entre los mausoleos y se acomodaban para tomar desayuno cerca de ahí, se notaba que ninguno de esos eran de su familia, pero tal vez les gustaba estar acomodados entre la tierra, quién sabe.
Cuando me di media vuelta para ir hacia la otra entrada escuche que alguien me llamaba:
  • ¡Perico!
Era, Mañuco, el chico regordete de mi aula.
  • Mañuco, ¿qué haces acá?
  • Qué haces tu acá, oe. Aquí está enterrado mi abuelo, hoy es su cumpleaños.
  • Ah... No, es que doña Elvira está vendiendo flores por aquí, los fines de semana no vende en el Presbítero.- le dije mientras hacía unos movimientos con el pie.
  • Y qué, te gusta pasear por los cementerios- respondió con sarcasmo.
  • Si pues, no tengo otra cosa que hacer
  • Esa nadie te la cree, ¿a esta hora?, seguro andas metido en una vaina sucia.
  • Puta, por qué no te vas a rezarle a tu abuelo y me dejas de hinchar - me comenzaba a joder que ese gordo estuviese diciéndome cada cojudez que se le ocurría.
  • Ya, dime, qué estas haciendo...
  • ... Ya te dije webón, no me friegues.
  • Tranquilo Perico, ¿no quieres venir para acá?, han traído pan con chicharrón.
  • Gracias, pero prefiero quedarme por aquí, nos vemos el lunes.
Me safé de Manuel lo más rápido posible. Ese era de los que se cobraba todo los favores que hacía, si le hubiera aceptado el pan con chicharrón de seguro me perseguía como mosca en todo los recreos, así que mejor me quedaba por donde estaba, además, no podía correrme el riesgo de no ver a las personas que podían llegar al nicho de quien podría ser mi papá.
Pasaron las once y ni siquiera se asomaron por el lugar. Ya entraba gente con canastas, de seguro traían comida para sus parientes. Aquí suelen almorzar sus platos preferidos, y si les gustaba alguna gaseosa o cerveza también le ponen un vasito o se la toman en su nombre. Una señora se acercó por donde me encontraba, me ofreció un poco de inca kola, me dijo que era la bebida favorita de su hijo, que si hubiese estado vivo tendría mas o menos mi edad. A mí no se me ocurren buenas cosas para decir, así que le agradecí y me la tomé; la verdad, moría de sed. Luego, se quedó mirando la virgen que estaba grabada en el nicho, le rezó un rosario y se fue. Me dio mucha pena ver a esa señora, me daba la impresión que todavía le dolía mucho la pérdida de su hijito, pero lo que me daba más pena es que ella hubiese ido sola, sin su familia. Tal vez no tenía esposo, otros hijos, quién sabe.
Ya no podía seguir de pié, así que me recosté en una pared que me permitía ver con claridad a todas las personas que paseaban por mi zona. Se me empezaron a adormecer los ojos. No quería quedarme dormido, aunque moría de sueño. Trataba de permanece alerta, de no caer en la trampa del diablo, así que me sobe los ojos con fuerza, pero nuevamente me entraba ese deseo de quedarme botado en el enpolvado cemento.
No me había dado cuenta de la derrota. Me desperté como si algo me hubiera impulsado a hacerlo, todo estaba casi oscuro, ya no estaba tan lleno como antes. Abrí los ojos con un poco de asombro, no recordaba ni por qué estaba tirado en el suelo, hasta que regresó el recuerdo a mi mente. Se me había pasado el tiempo dormido, todo se había jodido, todo se fue por un tubo, a la mierda. Miré el cielo y por primera vez empecé a llorar, como nunca, lloré de rabia, de cólera, de ya no poder hacer nada. Maldije ese día, todas mis ilusiones, mis esperanzas. Recordé del viaje, mi última oportunidad, ya me iba a ir de la capital, para el pueblo de Doña Elvira, por lo que nunca más podría saber nada de mí, nada de ese maldito pasado que era mi causa de presente.
Me sacudí el pantalón y me sequé las lágrimas con el puño de la camisa, pensé que ya nada tenía más importancia, que se cagara la camisa que me había puesto. Caminé hasta la puerta, y me quedé recostado en la reja, mirando la calle, la gente que conversaba en la vereda, los puestos de flores cerrando.
Una señora se ubicó al frente mío, dándome la espalda. Estaba con un señor que parecía su esposo y con un joven que se encontraba a su otro costado. La señora traía un vestido azul de tela delgada, que casi llegaba al suelo. Su cabello era corto, de un color medio marrón oscuro. Era muy bonita, aunque no muy joven. El señor seguro era su esposo, también parecía de la misma edad; sin embargo, su cara estaba más seria y si no se le veía con paciencia hubiera pensado que era mucho mayor. El joven resultaba complicado, como si no pudiese verlo con facilidad, algo me impedía hacerlo.
Después de un rato, sentí que la mujer volteó a verme. Cuando percibí su mirada sobre mí se me escarapeló el cuerpo, me vio con una ternura que jamás había conocido, sus ojos parecían querer ablandar la sequedad de mi rostro. El chico la tomó del brazo y le susurró algo al oído, ella parecía no darse cuenta.
La señora se acercó con timidez, yo me encogí de hombros. De pronto, sentí una mano tibia en la barbilla:
  • Niño, ¿qué te pasa? ¿Te sientes bien?
Fue la caricia más dulce que alguna vez me habían dado; la suavidad de sus dedos, de la palma de su mano.
  • Sí, señora, estoy bien.
  • ¿No quieres algo... te falta algo?
  • No, señora - repetí. La tristeza me impedía verle a la cara.
Se alejó lentamente y me regaló una breve sonrisa. Su esposo se quedó observando hasta que le estiró la mano para que se regresaran juntos. El joven me miró y respondí su mirada, pero no me la saqué de encima, no podía.
Me hundí en un pensamiento, en el sentimiento profundo que me había causado aquel momento, como una reacción, algo que por fin había entendido. Entonces, cuando reviví a la realidad, me di cuenta que ya no estaban.
La desesperación se apoderó de mi cuerpo, mis piernas me pedían que las moviera, que no me quede vacío, con ese sin sabor en el alma. Empecé a correr, corrí como nunca, como si mis extremidades ya no existieran y solo mi espíritu fuera con rapidez por el aire. Entonces, me di cuenta que ya no estaban ahí, que los había perdido. La voz surgió dentro mío de manera agresiva, potente, desgarradora:
  • ¡Salomón!, ¡Salomón!

A lo lejos, me di cuenta de que alguien giró la cabeza. Luego ella, los ojos llorosos y una tenue sonrisa de emoción.

El joven ya no estaba a su lado.

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